Los animales están evolucionando para adaptarse al cambio climático. Los humanos no

La regla de Allen –llamada así por el zoólogo Joel Asaph Allen, que la postuló en 1877- es la regla de la biología según la cual apéndices como el pico en las aves y las orejas en los mamíferos son herramientas utilizadas por los animales para dispersar el calor. Hoy en día, investigadores del mundo entero observan que estos mismos apéndices, en los especímenes más expuestos al cambio climático, están cambiando a un ritmo mucho más rápido de lo que predeciría la evolución «regular», mientras que otras especies están cambiando sus hábitos y comportamientos.

Esto representaría un cambio alarmante al orden natural, ya que aún no conocemos los posibles efectos negativos, ni cuántas especies se ven afectadas.

Lo señaló inicialmente la Ipbes («Intergovernmental Science-Policy Platform on Biodiversity and Ecosystem Services») en un informe publicado durante el 2019, la crisis climática es un factor de riesgo crucial para la extinción de varias especies, en parte debido a su impacto negativo en el hábitat, que ya es concreto y visible para el 47% de los mamíferos y el 23% de las aves.

Entre los factores que repercuten en el hábitat está, por supuesto, el clima, que también afecta biológicamente a los ejemplares individuales. Comparando los resultados de diversos estudios sobre la relación entre el clima y la desaparición de animales o plantas, y cruzando los datos climáticos de 581 lugares geográficos y los estudios sobre 538 especies, es posible determinar cuáles de ellas se ven más afectadas por el cambio climático.

El factor más peligroso, después de las sequías, no son tanto las temperaturas medias, que en conjunto son unos grados más altas, sino, como para los humanos, el aumento de las máximas, que llevan al organismo a los extremos de la supervivencia, obligando a los animales a interactuar con condiciones demasiado diferentes de aquellas en las que han vivido durante miles de años.

Así, las sequías y los picos de calor, especialmente cuando se combinan, pueden ser fatales: alrededor del 80% de las especies analizadas por un equipo de investigación de la Universidad de Arizona podrían no sobrevivir a los máximos anuales que se alcanzarán en sus hábitats en los próximos cincuenta años.

Algunas especies, en cambio, pueden escapar a este destino si saben adaptarse rápidamente a los cambios climáticos, explotando estrategias evolutivas; en primer lugar, desplazándose a regiones con un clima más adecuado, y después, si es necesario, mediante el niche shift, es decir, el cambio de nicho ecológico.

Se trata de la estrategia que, mediante cambios morfológicos (como un pico de mayor tamaño) o de comportamiento -como hábitos alimentarios diferentes-, permite una adaptación que puede representar incluso la salvación de la especie.

Ocurre, por ejemplo, con ciertas aves árticas que, empujadas por el retroceso de los hielos, tendrían que estar volando durante cuatro o cinco horas seguidas para alimentarse y anidar, lo que las impulsó a cambiar sus hábitos para acortar sus tiempos de vuelo.

Entre los cambios de comportamiento destaca el caso de los albatros, animales monógamos que vuelven con la misma pareja todos los años, contrariamente a lo que el cambio climático les obliga a hacer cada vez más.

Se dice que el culpable es el aumento de las temperaturas, que dificulta el crecimiento de los organismos que se encuentran en la base de la cadena alimentaria de estas aves, como el fitoplancton; además, debido al considerable tamaño de su envergadura, los albatros necesitan fuertes vientos para poder despegar y realizar con facilidad sus largas migraciones.

Ahora parece que, debido a las condiciones desfavorables provocadas por la crisis climática, a los animales les cuesta más (y tardan más) encontrar alimento y, por tanto, también volver a la colonia de cría, donde, sin embargo, puede que su pareja haya llegado mucho antes y, por tanto, haya dejado de esperar, o puede que aún no haya llegado. Más allá de las lecturas sentimentales de esta mayor frecuencia de «divorcios» entre albatros, un problema mucho más concreto es la posibilidad de que más separaciones de estos animales afecten también negativamente a los nacimientos.

En cuanto a los cambios morfológicos, hay varios casos. Recientemente, un estudio de investigadores australianos y canadienses, publicado en la revista científica Trends in Ecology & Evolution, descubrió en algunas especies animales los efectos morfológicos de una especie de evolución acelerada que parece estar relacionada con la crisis climática.

Al igual que los humanos dispersan el calor mediante la dilatación de los vasos sanguíneos y la producción de sudor, que reduce la temperatura corporal por evaporación, los animales aprovechan otros medios para su propia termorregulación: los investigadores, por ejemplo, observaron un aumento del tamaño de la envergadura de las alas de las aves.

Algo distinto parece estar ocurriendo en otras especies, como algunas lagartijas caribeños que presentan mutaciones como patas delanteras más largas y fuertes y patas traseras más cortas; en este caso, se trataría de una respuesta no tanto a las temperaturas, sino a la intensidad de los huracanes, cada vez más frecuentes e impetuosos: los lagartos podrían así aferrarse mejor a las ramas, evitando ser arrastrados por las ráfagas de viento.

Estas consecuencias de la crisis climática en el reino animal ya son conocidas: las puso de relieve en 2019 un estudio sobre más de 70.000 aves migratorias de 52 especies diferentes, según el cual su tamaño corporal ha disminuido en los últimos cuarenta años, mientras que su envergadura se ha ampliado.

De nuevo, varias especies de loros australianos han mostrado, de media, un aumento del tamaño del pico de entre el 4% y el 10% desde 1871, un hallazgo que se correlaciona con las tendencias de la temperatura estival, año tras año; en algunas especies de mamíferos, por otro lado, se han registrado cambios como un aumento de la longitud de la cola y/o de las patas.

Teniendo en cuenta las estrategias de adaptación aplicadas tanto a través del cambio de nicho como de la migración a entornos más templados o más fríos, las especies que se encuentran realmente en grave peligro podrían reducirse a porcentajes de entre el 15 y el 30%.

Sin embargo, estas hipótesis optimistas no están del todo justificadas, ya que emplean datos procedentes de estudios centrados en especies de aguas profundas -por tanto, nativas de un cierto tipo de entorno bien definido- y, sobre todo, insectos y aves, dejando fuera a la mayoría de las demás especies, tanto marinas como terrestres, sobre cuya flexibilidad con respecto a la crisis climática sabemos demasiado poco.

Por tanto, ni siquiera las estrategias evolutivas significan automáticamente que los animales afronten indemnes el cambio climático, que sean capaces de adaptarse a él y salir indemnes. Al contrario, significa que algunos están consiguiendo forzar los tiempos evolutivos para sobrevivir, pero que no sabemos cuánto tiempo más podrán hacerlo, ni cuáles serán las consecuencias ecológicas de estos cambios.

Además, lo que ocurre no siempre es fácil de interpretar. Hace algún tiempo, por ejemplo, aparecieron noticias en varios medios de comunicación sobre la supuesta evolución acelerada de los elefantes, que habrían empezado a nacer sin colmillos para escapar de los cazadores furtivos que los cazan por el marfil.

La palabra «evolución» en este caso es un término equivocado, ya que la ausencia de colmillos es en realidad problemática para la especie y perjudicial sobre todo para los ejemplares machos.

El propio concepto de evolución suele malinterpretarse: la selección natural es un proceso aleatorio, dado por mutaciones en el ADN que pueden o no representar ventajas para la supervivencia y que, por diversas razones, se transmiten a las generaciones siguientes. Puede que los casos vistos anteriormente no sean tan críticos como la desaparición de los colmillos de elefante, pero lo cierto es que aún no lo sabemos.

En cualquier caso, parece tratarse de una cuestión de resistencia y de estrategias de adaptación, de las que disponemos en menor medida y a un ritmo mucho más lento. Si nuestros sistemas de termorregulación fallan, esto puede llevarnos a la muerte, que, para ciertos individuos y en condiciones de alta humedad, puede llegar a ser de «solo» 40 grados, temperaturas que nuestros veranos ya no batallan por alcanzar.

Un estudio de 2017 señala que alrededor del 30% de la población mundial está expuesta a condiciones meteorológicas por encima del umbral de alerta durante al menos 20 días al año, mientras que la contaminación atmosférica por sustancias como Pm10 y Pm2,5 mata cada año a 7 millones de individuos en todo el mundo, según cálculos de la Organización Mundial de la Salud.

Nuestra especie no es tan flexible como parecen serlo algunos animales. También para nosotros la evolución continúa, pero como animales que se reproducen lentamente y son biológicamente más complejos que, por ejemplo, las bacterias, que mutan para resistir a los antibióticos, y los virus, los cambios no se producen tanto en el plano biológico como en el de la creciente complejidad de la cultura material; esto incluye todos los aspectos más concretos de la vida cotidiana: desde las actividades productivas hasta los bienes manufacturados y los asentamientos urbanos.

En cambio, la evolución de la biología humana -que incluso algunos científicos consideran más veloz que la de nuestro pariente más cercano, el chimpancé- es demasiado lenta para permitir que el organismo se adapte con suficiente rapidez y sólo afecta a unos pocos genes al azar: en otras palabras, no podemos confiar en la evolución para hacer frente a la crisis climática.

Quizá sea entonces en el camino de la cultura material en el que debamos insistir: puesto que no somos capaces de evolucionar biológicamente en el plazo que exige la crisis climática, debemos evolucionar rápidamente nuestro modo de vida y nuestra mentalidad.