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Los Millennials y Gen-Z se sienten cada vez más solos y deprimidos. El smartphone tiene mucho que ver

Una nueva investigación relaciona el aumento de la depresión, los intentos de suicidio y los suicidios en los jóvenes nacidos después de 1995 con la difusión de los teléfonos inteligentes y, más concretamente, de las redes sociales. Por supuesto, esto no significa que los teléfonos móviles provoquen trastornos depresivos, cuyos orígenes pueden ser múltiples y variar desde los factores genéticos hasta los ambientales, como la familia en la que uno se cría y también las condiciones materiales de vida. Sin embargo, el Smartphone puede influir mucho en estas últimas variables, contribuyendo, por ejemplo, al aislamiento social, al acoso de los compañeros o incluso a la falta de sueño.

Los adolescentes se sienten cada vez más solos y, según algunas investigaciones, los veinteañeros estarían incluso más aislados que los jubilados. El smartphone puede convertirse en el único punto de apoyo para la vida social de muchos, engullendo cualquier posibilidad de conocer y salir con otras personas. La gente prefiere enviar mensajes sexuales en lugar de tener sexo, pedir comida en Rappi en lugar de salir a comer, ver Netflix en lugar de ir al cine. Y así, poco a poco, la gente deja de conocer gente nueva, porque las situaciones en las que es posible hacerlo son cada vez menos. Para algunos, el teléfono celular y el potencial que ofrece para estar conectados con un mundo que de otro modo sería inalcanzable se convierte en un escape.

El smartphone no es la causa de todos los males, sino sólo una herramienta, como señala también Cesare Guerreschi, psicólogo y psicoterapeuta, fundador y presidente de S.I.Pa.C., la Sociedad Italiana de Intervención en Patologías Compulsivas durante una entrevista que tuvo con México Pragmático.

“Con la llegada del nuevo milenio y, en consecuencia, de la tecnología de masas, se han desarrollado nuevas formas de expresar el malestar”, nos explicó Guerreschi. “Todas las adicciones, incluidas las nuevas adicciones, tienen un patrón de comportamiento inequívoco en su base, como el craving, que consiste en un deseo muy fuerte e impelente por el objeto de la adicción. Para los drogadictos puede ser la búsqueda espasmódica de la sustancia. Para el ciberadicto, puede ser la necesidad constante de acceder al smartphone”. Para el nomofóbico, estar alejado del móvil le provoca ansiedad, malestar e ira incontrolada.

Las llamadas nuevas adicciones, pues, no serían nada diferentes de las que estamos acostumbrados. En los años 80, el consumo de drogas fue la respuesta generacional a una época convulsa e incomprensible, a pesar de las promesas de prosperidad generalizada del hedonismo de Reagan. La creación de una para-realidad alucinógena era la forma más evidente de escapar de la realidad circundante -también gracias a la contribución de una imaginación rebelde alimentada por la contracultura, especialmente la música- y el regreso de la heroína y la cocaína al mercado y la llegada de nuevas drogas sintéticas como el crack destruyeron a toda una generación. La adicción a los teléfonos inteligentes expresa hoy un malestar similar, aunque de forma menos dramática y manifiesta: como durante la epidemia de crack, la economía se está recuperando y las tasas de desempleo se mantienen estables, pero los jóvenes siguen creando para sí mismos una realidad paralela, en este caso virtual, negándose a aceptar el mundo.

Y como en los años 80, esta otra realidad tiene un alto precio, aunque ya no sean las sobredosis las que matan a los jóvenes: desde 2011, las tasas de suicidio entre los adolescentes han aumentado de forma alarmante.

Al mismo tiempo, han disminuido otros factores de riesgo, como el consumo de drogas y alcohol e incluso los accidentes de tráfico, pero esto no se debe a que los adolescentes se hayan vuelto repentinamente prudentes o diligentes, sino simplemente a que no salen de casa para estar pendientes de sus teléfonos móviles.

Los millennials, en definitiva, están más seguros que los adolescentes de cualquier otra edad. Como reconoce Jean Twenge, que lleva años realizando estudios e investigaciones sobre los nacidos después de 1995 (a los que ha bautizado como iGen, es decir, la generación que no recuerda el mundo sin Internet), los padres también han contribuido a ello, traduciendo una asfixiante sensación de sobreprotección en la posibilidad de dejar que los niños hagan básicamente lo que quieran, siempre que estén supervisados. ¿Quieres ir de fiesta? Bien, te llevaré allí y me pondré en la esquina con las otras madres. Así, el mito de la rebeldía adolescente también ha caído, porque el espacio para la insubordinación se reduce y el deseo de independencia languidece en los chicos. Y la falta de independencia conduce a la infelicidad.

A pesar de la aprensión, según el Dr. Guerreschi, los padres siguen distanciados e incapaces de hablar con sus hijos: “La relación virtual ha sustituido a la relación humana, incluso en la relación más natural, que es la de los padres. Los padres y los hijos se comunican ahora a través del teléfono móvil y el chat, sin hablar entre ellos”. Según la encuesta de Telefono Azzurro, cuatro de cada cinco entrevistados utilizan las redes sociales para comunicarse con sus hijos a diario: lo paradójico es que a los niños se les dice constantemente que guarden sus teléfonos, cuando en realidad son los adultos los que abusan de ellos, utilizándolos a menudo como único medio de comunicación. Casi todos los jóvenes pacientes del S.I.Pa.C. fueron llevados al centro por sus padres, y casi todos ellos siguen una terapia familiar.

Twenge también sostiene que la segregación de los adolescentes no sólo se produce en el seno de la familia, sino especialmente entre los amigos. El progenitor de las redes sociales, Facebook, se basa en amistades que, aunque virtuales, no dejan de serlo. Pero los millennials ya no solo usan Facebook, también usan Instagram, donde el número de amigos es sustituido por el número de seguidores, una masa mucho mayor y más indistinta. Así que el deseo de formar parte de un grupo, de una comunidad, ha sido sustituido por el deseo de hacer números, es decir, de no quedarse fuera. Que es un deseo muy común en los jóvenes de todas las edades, pero que se ha convertido en algo unilateral e inalcanzable: ya no se trata de no quedar fuera del grupo más cool del colegio, sino de una red social que tiene mil millones de usuarios activos.

Al parecer, este fenómeno afecta especialmente a las chicas, cuyos síntomas depresivos aumentaron un 50% entre 2012 y 2015 y que, según Twenge, son las que más suicidios cometen. Las mujeres sufren más ciberacoso (los hombres siguen prefiriendo la agresión física) y sienten más presión por los estándares de belleza. Cuando publican una nueva foto, según la investigación, comprueban obsesivamente el número de “likes” que han conseguido, no tanto para tener una gratificante confirmación de su aspecto, sino para no quedar mal ante los demás usuarios. Esto provoca una fuerte sensación de ansiedad, ligada al hecho de que “no se puede” no publicar nada, porque entonces significaría quedar totalmente excluido de la vida social.

Por último, la cuestión del sueño afecta a la salud mental de los jóvenes adictos a los teléfonos inteligentes, algo que quizá pueda parecer colateral o irrelevante, pero que en cambio es un factor clave en la aparición de la depresión. El 43% de los adolescentes duerme menos de siete horas por noche, un porcentaje que se eleva al 51% en el caso de los jóvenes de 18 años. Mirar el móvil antes de dormir estimula el cerebro y la luz azul de la pantalla inhibe la producción de melatonina, lo que hace más difícil conciliar el sueño. El 80% de los adolescentes admite que utiliza su teléfono móvil durante la noche y se despierta específicamente para consultarlo, un fenómeno llamado vamping.

Privados de sueño, deprimidos y ansiosos, estos millennials son el retrato de una generación que tiene la culpa. La depresión no sólo está muy extendida, sino que se ha convertido en algo tolerable: el sistema, en lugar de reconocer su propia disfuncionalidad, echa toda la culpa al individuo, sin considerar la salud mental como un problema y una responsabilidad política.

Los adolescentes están entre las primeras víctimas de este sistema: no sólo trabajan constantemente con sus teléfonos celulares, en el sentido literal de la palabra, consumiendo anuncios, introduciendo datos que son procesados por empresas digitales o sirviendo a la economía colaborativa, sino que también pagan un alto precio en términos de salud mental.

Esto no quiere decir que haya que demonizar los teléfonos celulares, sino todo lo contrario: como nos enseña la drogadicción, la prohibición sirve de poco o nada. La solución podría ser, en cambio, desconectarse del sistema y recuperar las relaciones humanas, no sólo las virtuales. Pero esto no será posible hasta que dejemos de responsabilizar a las personas de los trastornos mentales. Y así, a los niños sólo se les preguntará “¿Quieres guardar ese cel?”, sin preguntarles ni una sola vez “¿Cómo estás?”.