Cada vez con más frecuencia vemos críticas a la frase “pobres porque quieren”, que es una forma común para rápidamente dar a entender que las personas en situación de pobreza son culpables de sus condiciones de vida y no merecen ningún apoyo o protección social por parte del Estado.
Dicha frase es una expresión de lo que podríamos llamar la “narrativa meritocrática”. Esta narrativa propone una explicación clara —si bien no necesariamente verídica— sobre la riqueza y la pobreza en la sociedad.
En cuanto a la riqueza, la narrativa meritocrática justifica la posición de las personas acaudaladas en la cima de la estructura social argumentando que estas personas tienen más talento, hacen mayores esfuerzos y poseen más creatividad. En el otro extremo, esta narrativa culpa al “pobre” de su posición en “la base de la pirámide” a través de justificaciones sobre su supuesta cultura, pereza y malos hábitos. Ambas explicaciones, sobra decir, son dos caras de la misma moneda.
Pero si bien cada vez se hacen más críticas a la fantasía que sostiene que los pobres lo son “porque quieren”, pocas veces se trata de profundizar en cómo funciona dicha visión sobre la sociedad, qué componentes la forman, y cómo opera en contraposición a visiones opuestas. A continuación, mostramos los resultados de una investigación realizada en la Ciudad de México, cuyo objetivo fue entender mejor los componentes de la narrativa meritocrática mediante el análisis de las actitudes, percepciones y preferencias sobre la política social y sus programas, dentro de un contexto de alta desigualdad económica .
Para analizar las actitudes, percepciones y preferencias sobre las políticas sociales redistributivas, la investigación profundizó en el entendimiento de la narrativa meritocrática a partir de tres componentes de análisis: individualismo, clientelismo y estigma.
A continuación se presentan los resultados más importantes de acuerdo con las tres dimensiones analíticas ya mencionadas, distinguiendo entre la narrativa puramente meritocrática y las variantes que se alejan de ella (tales como individualismo complejo, responsabilidad social acotada y legitimidad sin reconocimiento) pero que no necesariamente llegan a un extremo contrario (tales como colectivismo, enfoque de derechos y pleno reconocimiento).
Individualismo: estricto o complejo
En primer lugar, debemos analizar lo relacionado con el individualismo. Según el componente más puro de la narrativa meritocrática, al que se le llama “individualismo estricto”, los resultados económicos y sociales de las personas son mera consecuencia de las acciones, del esfuerzo, del talento y de mérito propios. Es por esto que, en principio, las personas afines a esta percepción de la justicia distributiva están en contra de la redistribución por parte del Estado. Al respecto, una entrevistada decía: “Cada quien es libre de hacer lo que quiera; si todos quisieran salir adelante […] ahí sí habría igualdad […] algunos se esfuerzan para obtener lo que quieren, otros no tanto […] El futuro depende de uno mismo” (Francisca).
Por su parte, sobre las condicionalidades exigidas en los programa sociales a los beneficiarios, Clementina decía: “Yo veo bien eso que piden en el Oportunidades [llamado Prospera antes de su desaparición] […] Los programas deberían enseñar a las personas a actuar bien […] a veces las familias no ven tan importante la educación, y sacan a los niños [de la escuela]”.
En relativo contraste con las visiones más puristas del individualismo, existe una variante de este componente de la narrativa meritocrática que se aleja de ella, pero no hasta el punto de ser contraria a la misma. Le llamamos “individualismo complejo”. Ésta es una fase intermedia entre dos extremos —individualismo puro y colectivismo—, pero que dentro de todo está más cerca al extremo individualista. Este tipo de individualismo parte de la teoría de la igualdad de oportunidades, si bien no de resultados. En principio, una diferencia fundamental respecto al individualismo estricto es que el individualismo complejo de entrada está a favor de la redistribución del bienestar, al menos si se entiende a esta redistribución como el producto de una mezcla de provisión estatal y de mercado.
Para ilustrar lo anterior, cabe destacar lo que dice uno de nuestros entrevistados, a quien hemos dado el pseudónimo de Luis Alejandro: “Los pobres no tienen las mismas condiciones de oportunidades que las demás personas […] Sí estoy de acuerdo con que los pobres mueren pobres […] más allá de eso […] estas personas han caído en el conformismo de la situación de pobreza, por ejemplo, ya no van a la escuela […] no lo ven necesario”.
Dentro de esta forma de individualismo complejo, y en términos más cercanos a una visión residual de la intervención estatal (en contraposición a una visión integral), otra entrevistada menciona: “Se debe buscar como algo sustentable: no les puedes estar ayudando todo el tiempo […] Buscar como una solución a largo plazo […] Sé de algunos programas que te ayudan y luego ya no los necesitas, pero hay otros que no hacen que eso pase, y duran años atorados ahí” (Magdalena).
En ese sentido, las diferencias más importantes entre ambas formas de individualismo (la más cercana a la narrativa meritocrática y la que se aleja un poco) es que se concibe cierta responsabilidad social de las personas en situación de pobreza. Pero, a fin de cuentas, en ambas formas se entiende que existe una responsabilidad individual ineludible sobre la propia situación, según la cual las personas tienen que hacerse cargo de sí mismas, ya sea con un primer empujón desde la sociedad o el gobierno, o sin éste.
Clientelismo puro o responsabilidad social acotada
Otra dimensión de la narrativa meritocrática que resulta fundamental es aquella del clientelismo, que percibe a la política social sencillamente como una relación clientelar en la que el gobierno otorga algún bien (monetario o no monetario) a cambio de fidelidad política o electoral. Es por esto que, en principio, la perspectiva clientelar no considera que la política social redistributiva sea legítima, si bien en ciertos casos dicha política se justifica bajo ciertas condicionalidades.
Por ejemplo, dice Paulina que, para ella, “los programas de política social no son más que paliativos, y cosas populistas […] Pero sí le sirven mucho a los gobiernos para poder hacerse de más votos […] Por eso yo creo que no sirven”. En la misma línea, Nancy dice, sobre la de corresponsabilidad de los beneficiarios de programas sociales, una forma de culpabilización de la pobreza: “Esos programas que sí les piden a las personas que asuman su responsabilidad, ésos están bien […] De ésos debería haber más, no como todos los que regalan cosas sin que se hagan responsables”.
De frente al componente purista de la narrativa meritocrática en términos de clientelismo, se encuentra una forma de percepción de responsabilidad social acotada (RSA). Este componente es complejo e incluso contradictorio. Se refiere a un Estado que “atiende” a ciertas personas, alejado del enfoque de derechos o de la noción de ciudadanía, en función de objetivos específicos: por ejemplo, incluirlos en el mercado y en las funciones sociales comunes del resto de la población.
Por un lado, aquellos que tienen una visión cercana a la RSA, piensan que proveer servicios públicos es mejor que “dar dinero”, pues, según Magdalena, “la idea no sería tanto darles dinero, porque no sabemos a dónde va a parar […] Algo más bueno sería darles educación, en lugar de solamente el dinero”.
Pero dentro de esta RSA también hay un cuestionamiento de la insuficiencia de la política social, pues, según Rubén, “hay muchos apoyos que la verdad no son suficientes: yo veo a las señoras de la colonia con la pensión de Adultos Mayores, y pues las que no trabajan, de todos modos, no la hacen sólo con lo del programa”.
Así pues, en cuanto a la dimensión de clientelismo, las diferencias entre el componente más puro de la narrativa meritocrática (clientelismo puro) y el que lo intenta hacer más complejo (responsabilidad social acotada) radican en la posibilidad de la intervención estatal, aunque sea con fines específicos como la inclusión de los beneficiarios en el mercado. A pesar de sus coincidencias, parece que ninguna de estas visiones se acerca a una verdadera noción de ciudadanía, la cual debería ver a la política social simplemente como un derecho de las personas que la sociedad debería cumplir a través del Estado como garante.
Estigma y dependencia o legitimidad sin reconocimiento
En cuanto al componente de la narrativa meritocrática relacionado con el estigma, primero es importante mencionar que este aspecto supone que, dado que los beneficiarios de programas sociales son responsables de su propia situación, cualquier programa social es ilegítimo. Así, las personas que adoptan esta visión asocian a estos programas con la “dependencia del Estado” y, por lo tanto, estigmatizan a los beneficiarios.
Por ejemplo, algunas de las personas entrevistadas hablan del “vicio” de depender. En palabras de Paulina: “Lo que sí es que generan círculos viciosos […] La gente no quiere trabajar, o prefiere estar con la ayuda del gobierno, y eso es bien peligroso hasta para ellos, además del costo para los que pagan impuestos”.
Otra arista muy interesante es la de los llamados “verdaderos pobres”. Dice Rebeca: “Los verdaderos pobresno están aquí cerca [en la Ciudad de México]. Aquí cualquiera puede salir adelante por las oportunidades. Pero los pobres de verdad están en la sierra, en el sur del país. A ésos son a los que se tiene que dirigir todo el dinero posible”. Vale la pena mencionar que muchos de los programas de política social de los gobiernos de México han hecho eco de esta tendencia a invisibilizar la pobreza urbana, tanto en sexenios anteriores como en el de López Obrador.
A diferencia del componente puramente estigmatizante de la narrativa meritocrática, la variante de legitimidad sin reconocimiento no responsabiliza a los beneficiarios ni a los pobres de su situación. Sin embargo, incluso esta variante insiste en la necesidad de condicionalidades, pruebas de medios y controles al consumo que legitimen a los programas sociales y permitan ver a los beneficiarios como merecedores de los programas sociales. En resumidas palabras: en esta visión no hay reconocimiento de derechos, el Estado cumple una función social.
Ahí, por ejemplo, los creyentes en esta versión de la meritocracia hablan de lo que en el argot académico se conoce como “pruebas de medios” suponiendo que las personas sí están de acuerdo con cierta redistribución. Según Rocío, por ejemplo: “Se debería hacer un estudio para ver quién realmente necesita las ayudas del gobierno”.
Dentro de la legitimidad sin reconocimiento, entonces, se problematizan ciertas cuestiones, y sorprende el uso de ciertos términos. Tomemos por ejemplo a Ruben, un vendedor de frutas, quien dice que “el gobierno nos ayuda, pero hay un estigma [que aleja a los posibles beneficiarios], como decir: ‘ni que estuviera tan jodido’”.
Dicho lo anterior, queda clara la distinción entre el componente puramente estigmatizante y el de legitimidad sin reconocimiento, pues el estigma se hace complejo en el segundo y sólo permanece en caso de que el beneficiario “no pase ciertas pruebas o condiciones”. Sin embargo, ambas visiones aún mantienen cierto reclamo a los beneficiarios de programas sociales, quienes son vistos como no merecedores.
La narrativa meritocrática no tiene rival visible
Luego de analizar las diferencias entre los tres componentes de la narrativa meritocrática (individualismo, clientelismo y estigma) a la par de sus variantes encontradas en la población de la Ciudad de México, resumimos nuestras conclusiones en cuatro puntos:
a) La narrativa meritocrática, aun en las variantes analizadas, no reconoce derechos sociales o ciudadanía social. Quienes creen en esta narrativa sólo ocasionalmente reconocen la necesidad de que el Estado realice funciones sociales.
b) Los programas sociales pueden percibirse como legítimos aun cuando la gente mantenga dudas sobre la conducta de los beneficiarios (relacionado con la cultura de la pobreza), lo que justifica el establecimiento de condicionalidades.
c) El hecho de que los programas sociales exigen a sus beneficiarios que ajusten su conducta a ciertas reglas o exigencias (condicionalidades), no implica en ningún sentido que estos beneficiarios estén en igualdad de estatus con el resto de la población. Así, se perpetúa la separación social entre los dos grupos.
d) Aun los programas que parecen “universalistas” se alejan de la consideración de igualdad de estatus o de acceso a servicios de calidad igualitaria, por lo que se alejan de la concepción original del universalismo.
Así pues, queda claro que la narrativa meritocrática tiene un profundo arraigo en la subjetividad de las personas. Es tal la fuerza de la narrativa meritocrática en México que incluso las variantes de percepciones y preferencias de las personas que se alejan de ella (como el individualismo complejo, la responsabilidad social acotada y la legitimidad sin reconocimiento) no llevan a las personas a adoptar una posición opuesta a la meritocracia, posición que podría llamarse colectivista o solidaria.
Además, las variantes de la narrativa meritocrática analizadas no se articulan en otra narrativa consolidada y coherente, sino que cada una apunta en direcciones que no necesariamente confluyen. Lo anterior dificulta su cohesión como una narrativa que logre ser rival de la puramente meritocrática. Y esa falta de cohesión es determinante para entender la hegemonía de la narrativa de la meritocracia.