Mucha gente piensa que la procrastinación se debe a hábitos perezosos o simplemente a la incompetencia, pero no podría estar más lejos de la realidad. La procrastinación tiene sus raíces en nuestra biología. Es el resultado de una batalla constante en nuestro cerebro entre el sistema límbico y la corteza prefrontal.
El sistema límbico (la zona que incluye el centro de placer del cerebro) se pelea con la corteza prefrontal (la zona que se dedica a planificar las cosas), y cuando el sistema límbico gana, elegimos una tarea placentera a corto plazo por encima de la que nos otorgará satisfacción a largo plazo.
La autoconciencia que acompaña al procrastinar es una parte clave de por qué procrastinar nos hace sentir tan mal. Cuando procrastinamos, no solo somos conscientes de que estamos evitando la tarea en cuestión, sino también de que hacerlo es probablemente una mala idea. Y, sin embargo, lo hacemos de todos modos.
La procrastinación no es un defecto de carácter único ni una misteriosa maldición sobre la capacidad de gestionar el tiempo, sino una forma de hacer frente a las emociones desafiantes y a los estados de ánimo negativos inducidos por ciertas tareas: aburrimiento, ansiedad, inseguridad, frustración, resentimiento, dudas sobre uno mismo y más.
El alivio momentáneo que sentimos al procrastinar es, en realidad, lo que hace que el ciclo sea especialmente vicioso. En el presente inmediato, el aplazamiento de una tarea proporciona alivio, y cuando nos vemos recompensados por algo, tendemos a hacerlo de nuevo. Precisamente por eso la procrastinación no suele ser un comportamiento puntual, sino un ciclo, que se convierte fácilmente en un hábito crónico.
La procrastinación es un ejemplo perfecto del sesgo del presente, nuestra tendencia a priorizar las necesidades a corto plazo sobre las de largo plazo.
Debemos darnos cuenta de que, en el fondo, la procrastinación tiene que ver con las emociones, no con la productividad. La solución no pasa por descargarse una aplicación de gestión del tiempo ni por aprender nuevas estrategias de autocontrol. Tiene que ver con gestionar nuestras emociones de una nueva manera.
“Nuestro cerebro siempre busca recompensas relativas. Si tenemos hábitos en torno a la procrastinación, pero no hemos encontrado una recompensa mejor, nuestro cerebro va a seguir haciéndolo una y otra vez hasta que le demos algo mejor que hacer”, afirma el psiquiatra y neurocientífico Dr. Judson Brewer, Director de Investigación e Innovación del Centro de Atención Plena de la Universidad de Brown.
Un estudio realizado por la Dra. Dianne Tice y el Dr. Roy Baumeister hizo un seguimiento del rendimiento, el estrés y la salud general de un grupo de estudiantes universitarios a lo largo del semestre. Mientras que los procrastinadores mostraron originalmente niveles más bajos de estrés, al final del semestre, no sólo estaban más estresados, sino que también obtuvieron calificaciones más bajas.
Una opción para luchar efectivamente contra la procrastinación es perdonarse a sí mismo en los momentos en que se procrastina. En un estudio de 2010, los investigadores descubrieron que los estudiantes que eran capaces de perdonarse a sí mismos por procrastinar cuando estudiaban para un primer examen acababan procrastinando menos cuando estudiaban para su siguiente examen. Concluyeron que el auto perdón apoyaba la productividad al permitir que “el individuo dejara atrás su comportamiento inadaptado y se centrara en el próximo examen sin la carga de los actos pasados.”
Aun así, la procrastinación es profundamente existencial, ya que plantea cuestiones sobre la agencia individual y sobre cómo queremos pasar nuestro tiempo en contraposición a cómo lo hacemos en realidad. Pero también es un recordatorio de lo que tenemos en común: todos somos vulnerables a los sentimientos dolorosos, y la mayoría de nosotros solo queremos ser felices con las decisiones que tomamos.