En un bajo puente de Circuito Interior norte, apenas alumbrado con luminarias públicas, se resguarda un vagabundo con lo que tiene puesto y una cobija. La noche empieza a enfriar y de la nada cae una lluvia torrencial, de esas que te agarran en curva en la capital. Víctor está seco y por un segundo se siente protegido. Quienes caminan por ahí piensan, a simple vista, que ese bajo puente sucio, grafiteado, descuidado y lleno de basura debe ser el peor lugar para pasar la noche, pero él lo llama su hogar, y eso será hasta que la arquitectura hostil en la CDMX lo impida de manera sutil pero definitiva, porque algunos espacios públicos son diseñados o alterados para segregar a ciertos grupos sociales y evitar actividades “indebidas”.
El espacio público abarca todo sitio de libre acceso para la población; incluye calles, plazas, parques, avenidas y la “infraestructura pública”, es decir, carreteras, puentes, ciertas zonas en hospitales, museos y edificios de gobierno e incluso fachadas y jardines semiprivados. Lo común entre ellos es que pueden ser ocupados por peatones, automóviles o por algún medio de transporte. Utópicamente, el espacio público se piensa a partir del diseño urbano, y el gobierno lo gestiona para satisfacer las necesidades sociales de la gente mediante una planeación urbana transdisciplinaria. Pero la arquitectura hostil en la CDMX subvierte ese objetivo.
Algo tan simple como una jardinera en avenida Insurgentes, con flores de lavanda junto a una banca de granito, fue pensada por varios especialistas: un ingeniero civil obtuvo la medida adecuada de la banqueta, un diseñador industrial ideó la forma y eligió el material de la banca, un arquitecto de paisaje decidió la especie floral que contiene la jardinera. No lo pensamos, pero la arquitectura y el diseño se encuentran hasta en los espacios mínimos de las ciudades.
Al respecto, Xavier Guzmán, historiador por la UNAM y miembro honorario de la Academia Nacional de Arquitectura, lo pone en términos más ambiciosos. Para él la ciudad misma “es el espacio público por excelencia” porque contiene sitios de convivencia barriales —cada alcaldía y colonia tiene sus plazas y parques, distintos entre sí que crean dinámicas sociales únicas dependiendo de la zona. No es lo mismo lo que sucede ―y lo que puede suceder— un domingo en la plaza del kiosco morisco en Santa María la Rivera, donde grupos de la tercera edad se reúnen para bailar danzón, que lo que ocurre en el jardín del arte en San Ángel, donde se venden pinturas de artistas independientes, o lo que sucede en la Alameda sur en Villa Coapa, donde niñas y niños pintan cerámica, o en el parque Lincoln en Polanco, donde se rentan barcos a escala que navegan sobre el espejo de agua. Como en estos ejemplos, al espacio público de la Ciudad de México hay que entenderlo como una suma de contexto e identidad. Con todo, su objetivo principal es mantener la integración social de quienes lo habitan, sin que importe el origen de las personas, su estrato socioeconómico, su género, orientación sexual o tono de piel. Es precisamente este objetivo el que interrumpe la arquitectura hostil en la CDMX.
Un domingo por la mañana, por ejemplo, una pareja joven lleva a sus hijos de siete y catorce años al parque Cuitláhuac, en la alcaldía Iztapalapa. Jorge, el más pequeño, está entusiasmado porque va a jugar con sus amigos en la cancha de béisbol que se inauguró hace apenas dos años. Se divierte mientras sus papás platican con la vecina en las gradas. Manuel, el mayor, lleva su patineta y se encuentra con sus vecinos en la pista de skateboard, apenas está agarrándole la onda a los trucos que sus amigos ya dominan, porque ellos han visitado otros skateparks de la ciudad, pero prefieren este porque es “muy grande”, y en efecto supera en tamaño a cualquiera de América Latina. Los abuelitos, a su vez, escuchan a un grupo de jazz en el foro, y el ambiente se siente otro en comparación con el de hace unos años: antes este lugar era un vertedero de basura.
Sin embargo, hay casos en los que el diseño no integra a los habitantes, sino que provoca su segregación. A esto se le conoce, como ya he anunciado, con el término “arquitectura hostil”. Esta se manifiesta cuando, a partir del diseño urbano, se construyen o se modifican espacios que desincentivan su uso público porque se busca evitar conductas “indeseadas” que las autoridades y los residentes consideran “no cívicas”. En otras palabras, el juicio social contribuye a definir cuál es una conducta correcta y cuál es incorrecta en el espacio público. Este juicio se concreta en elementos arquitectónicos y urbanísticos que repelen a las personas o, por lo menos, les provocan incomodidad.
Los ejemplos más burdos de arquitectura hostil en la CDMX son los elementos creados para que las personas sin hogar no se instalen de manera semipermanente. Para esta población urbana, sumamente marginada, los sitios ideales son, principalmente, los techados, porque ahí se resguardan de la lluvia. Estar bajo las marquesinas de las tiendas o debajo de los portales que rodean el Zócalo les proporciona, además, cierta iluminación, los hacen sentirse más seguros -por eso eligen dormir afuera de las tiendas OXXO, de edificios públicos o incluso dentro de los cajeros de los bancos-. Otras veces optan por lugares solitarios para apartarse de la sociedad prejuiciosa, como los bajopuentes o las calles solitarias del centro de la Ciudad de México. También suelen dormir sobre las bancas públicas o en jardineras y jardines, por ejemplo, en el parque México de la colonia Hipódromo o en la Alameda Central. Son personas que deambulan y cada noche buscan un lugar para alojarse: no tienen una opción de estadía permanente.
La arquitectura hostil en la CDMX se aprecia claramente cuando se instalan en estos lugares ciertos elementos que impiden que las personas sin hogar habiten en ellos. Un ejemplo: se coloca una serie de piezas punzantes de metal (llamadas pinchos) o se ponen superficies ásperas, tanto alrededor de las jardineras y en los vanos de las tiendas, para que ningún peatón se siente. Esto se puede ver en todo el perímetro de la Antigua Biblioteca Nacional (República de Uruguay esq. Isabel la Católica) o afuera de la sucursal de Banamex en el Centro Histórico (Palma esq. Venustiano Carranza), donde instalaron estos elementos debajo de las arcadas, específicamente para ahuyentar a los vagabundos.
Estos elementos arquitectónicos y de diseño no solo consiguen expulsar a la gente sin hogar, también logran que nadie más use esos sitios. Estas prácticas de arquitectura hostil en la CDMX se utilizan, además, para que ciertas actividades, algunas ilícitas y otras no como la prostitución, la drogadicción, el narcotráfico, el alcoholismo y el ambulantaje-no proliferen en los espacios de uso común.
El término “arquitectura hostil” ha sido muy debatido en la academia, pero se empezó a popularizar en la segunda mitad del siglo XX para nombrar ciertos elementos urbanos que provocan incomodidad, que influyen en el comportamiento humano o que buscan mantener una imagen “estética”. En realidad, desde el siglo XIX empezaron a desarrollarse ideas urbanísticas para controlar las actitudes sociales indebidas, como el plan Haussmann, desarrollado en París entre 1853 y 1870. La ciudad parisina que conocemos hoy en día, con sus grandes bulevares, anchas avenidas y remates visuales, fue creada en este periodo para modernizar la ciudad vieja, que tenía callejuelas medievales angostas, poco ventiladas y sin drenaje. Principalmente, este cambio se hizo para convertirla en una ciudad fácil de controlar en caso de revueltas sociales: los desplazamientos dentro de París debían ser rápidos para que las fuerzas de seguridad pudieran desplazarse: esto se facilitó articulando, enderezando y ensanchando sus calles. Este tipo de ideas se propagaron y evolucionaron como modelo de ordenamiento urbano en todo el mundo y se ven expresadas en el casco histórico de Washington D. C. y en la creación del Paseo de la Emperatriz, hoy Paseo de la Reforma.
Con todo, no fue sino hasta la segunda mitad del siglo XX cuando surgieron ideas que promovían un tipo de segregación y control social que limitaba el espacio público, con un enfoque individualista y capitalista a favor del automóvil, lo que intensificó la exclusión y la marginación de los más desfavorecidos. Estos elementos de control social fueron surgiendo como herramientas para invisibilizar la pobreza en aras del “orden público”.
La arquitectura hostil en la CDMX ha usado diversos elementos para conseguir su fin. Generalmente, se utilizan barreras físicas que delimitan el espacio, hechas de materiales duros que no requieran mantenimiento, como el concreto, el acero y la piedra. En los bajo puentes y en algunas plazas suelen emplearse figuras esféricas a manera de abultamientos que se colocan en serie sobre el piso; están hechas de concreto armado o recubiertas de pedacería de azulejo. A veces simplemente se colocan piedras u objetos de plástico que obstruyen el libre camino, como en la glorieta de Vaqueritos debajo de Periférico o debajo de la glorieta de San Jerónimo. El objetivo es evitar el descanso y guiar a la gente para que camine por donde debe.
Incluso en las bancas, sobre todo en las paradas de autobuses, se colocan divisiones físicas, creando asientos individuales para que ninguna persona, sobre todo aquellas sin hogar, pueda acostarse, instalar una vivienda provisional o resguardarse. Los ya mencionados picos de acero se ponen no solo en bancas, sino también sobre algunos bolardos (pequeños postes anclados al suelo para impedir el paso de los vehículos sobre la acera), evitando que la gente se siente.
Esta estrategia de la arquitectura hostil en la CDMX es similar a los pinchos que se instalan en los nichos de las iglesias para que las palomas no instalen sus nidos y dañen el material pétreo.
Desde la perspectiva de quienes quieren crear una imagen urbana idílica, las banquetas forman una parte fundamental del espacio público de las ciudades porque en ellas se consigue que los peatones interactúen: en ellas sucede la conexión directa con la otredad social –así como en plazas, parques y camellones -. En la Ciudad de México, el comercio informal, tanto de productos como de comida, ocupa hasta cierto punto las banquetas que también usan los transeúntes. Sin embargo, este asunto ha sido abordado por los gobiernos locales con medidas que, en ocasiones, resultan extremas: la policía desmantela los puestos o los reubica en establecimientos para “formalizarlos”, algo que suele perjudicar directamente los ingresos de los vendedores.
Es lo que sucedió, por ejemplo, en 2011, cuando una comerciante llamada María estaba preocupada porque un día antes la desalojaron, junto con sus compañeros, del sitio donde vendía fundas para celular, a la salida del metro Rosario. Les dijeron que iban a empezar la construcción de un proyecto para conectar el metro con el paradero de combis en un Cetram (Centro de Transferencia Modular), que ya no podrían vender en ese lugar y que en un futuro tendrían un espacio en el interior. María intentó durante dos años instalarse en las calles aledañas, pero sin el flujo constante de las personas que viajan en metro, sus ventas disminuyeron considerablemente y decidió irse a trabajar con su hermana a la tortillería que tiene ella en la colonia donde vive. Cuando llegó el momento de inauguración del tan esperado proyecto, María no fue incluida por la clase de productos que vendía.
En cuanto a la arquitectura hostil en la CDMX, el gobierno y sobre todo las empresas construyen jardineras o macetones de gran tamaño en las afueras de las plazas comerciales, los edificios corporativos, las tiendas departamentales y los supermercados, es decir, en lugares cercanos a las salidas del transporte público, como el metro y el metrobús. Lo hacen para que los vendedores ambulantes no se instalen permanentemente y no generen dinámicas económicas y sociales que los dueños de los establecimientos “formales” no desean. Así es a las afueras del metro Zapata (Av. Universidad y Félix Cuevas) y del metro Insurgentes Sur (Av. Insurgentes sur y Félix Cuevas), a la entrada de Liverpool. Más que eliminar lo que perciben como un problema, provocan que el transeúnte experimente de forma hostil el espacio público. Y, en ciertos casos, el comercio “informal” logra instalarse aun con estas medidas, lo que termina reduciendo significativamente el sendero peatonal.
Hay otro tipo de arquitectura hostil que proviene del diseño universal, un concepto creado por el arquitecto estadounidense Ron Mace, que hace referencia a la creación de espacios y productos para que cualquier persona pueda usarlos sin hacer adaptaciones personalizadas. “Hablar de diseño universal nos remite automáticamente a pensar en inclusión”, se lee todavía en la página del Consejo Nacional para el Desarrollo y la Inclusión de las Personas con Discapacidad.
Como dije antes, las ciudades, principalmente las occidentales, optaron desde principios del siglo XX por un urbanismo moderno que privilegió el uso del automóvil, modificando o incluso destruyendo zonas de las ciudades en su beneficio. En la nuestra, el caso más sonado a favor del transporte individual fue la ampliación de avenida Reforma en la década de los sesenta (su trazo original iba desde la entrada al bosque de Chapultepec hasta la glorieta del Caballito, una idea que tuvo Maximiliano de Habsburgo en 1864). Pero en los setenta la ciudad estaba modernizándose y ampliándose. Con la construcción de Ciudad Tlatelolco, al norte, se decidió ampliar avenida Reforma hasta la glorieta de Peralvillo, destruyendo a su paso grandes inmuebles del siglo XVII y XVIII y hermosas edificaciones porfirianas, como la Aduana de Santiago, a favor del “progreso automovilista”.
Se relegó entonces el espacio público caminable, resultó de menor importancia. Este otro tipo de arquitectura hostil en la CDMX convirtió a la urbe en una verdadera zona de batalla, donde el peatón lucha contra los automóviles y los camiones. Los puentes vehiculares, los enormes ejes viales, las autopistas urbanas y los segundos pisos forman parte de este urbanismo capitalista que ve en la infraestructura para el transporte privado y en el espacio público restrictivo sus principales fuentes de inversión. Así, el diseño urbano deja de orientarse a satisfacer la necesidad básica de una comunidad —caminar—, una actividad cotidiana que resulta aún más difícil para las personas con discapacidades motrices, la gente de la tercera edad e incluso para las madres y los padres que usan carriolas para llevar a sus hijos. Algo tan simple como el cruce de una avenida se convierte en un martirio para estos grupos de la sociedad, pues deben subir los cinco metros de un puente peatonal, sin obviar cuan inseguros y poco iluminados suelen ser.
En suma, las herramientas de la arquitectura hostil en la CDMX solo han servido para segmentar a la población en un intento de “limpieza social”, priorizando un confort visual elitista y reforzando una experiencia de rechazo: tú no puedes estar aquí.
Además del diseño supuestamente universal —que, como vimos, es excluyente, hay que mencionar el equipamiento y el estado de las banquetas: muchísimas no están preparadas para que la gente transite en ellas dignamente. No solo tienen grietas que provocan accidentes, la mayoría carece de rampas de acceso para sillas de ruedas, lo que una vez más propicia la segregación de un sector de la población.
En años recientes, las principales ciudades del mundo han tomado medidas concretas para hacerse más caminables y disfrutables, y mejorar así la calidad de vida de todos los ciudadanos. Estas políticas se adoptan por los gobiernos locales en conjunto con las comunidades ciudadanas. Se les llama “urbanismo táctico”, un “proceso colaborativo para recuperar el espacio público y maximizar su valor compartido”. El urbanismo táctico se hace a través de “intervenciones ligeras, de bajo costo y rápida implementación” para explorar alternativas que mejoren los espacios. Si las intervenciones traen beneficios y cambios positivos para la población, pueden realizarse de forma permanente.
Si la idea de la arquitectura hostil en la CDMX, y fuera de ella, es excluir y desincentivar el uso del espacio público de forma agresiva, el “urbanismo táctico” pretende todo lo contrario: crear un dinamismo social ameno mediante elementos que a primera vista parecen acciones insignificantes, pero que tienen un gran impacto. Esta tendencia se ha propagado sobre todo después de la pandemia de covid: en todas partes del mundo se propiciaron las actividades al aire libre, el deporte y el disfrute de las ciudades desde un urbanismo barrial.
El objetivo más común de estas intervenciones es redistribuir las vialidades, privilegiando la movilidad peatonal sobre la motorizada. Por ejemplo, en presidente Masaryk, Polanco, se ensancharon las banquetas y se mejoraron los andadores y las bancas. Algunas calles se han convertido en peatonales, como Francisco I. Madero y Regina, en el Centro Histórico. Otro ejemplo es la instalación de ciclovías en las avenidas principales, como en Insurgentes y algunos ejes viales. También se han mejorado los cruces para hacerlos seguros para los peatones, y se ha incrementado la seguridad en plazas y parques, como en la Alameda Central y la Plaza de la República. Este último es un muy buen ejemplo de cómo se puede aprovechar el espacio, evitando delitos y otras conductas no idóneas, sin optar por las medidas de la arquitectura hostil en la CDMX. En cambio, se desarrolla el equipamiento urbano: parques de bolsillo, aparatos para hacer ejercicio, skateparks, tiendas y establecimientos de venta de comida, entre otros.
Una buena parte de la calidad de vida de los ciudadanos radica en que los espacios públicos, las áreas verdes y los lugares de esparcimiento sean incluyentes, es decir, que propicien un dinamismo social del que todos se sientan parte sin excluir a ningún sector poblacional. Las ciudades se deben pensar desde esta perspectiva. La arquitectura hostil en la CDMX es un ejemplo detractor que, a primera vista, parecería solucionar problemas de imagen urbana, pero termina siendo violenta hacia la población por su acercamiento agresivo.
En cambio, las ideas del urbanismo táctico han demostrado que a veces una pequeña intervención hace una gran diferencia en la convivencia social. Imaginemos que en la Ciudad de México ocurran con más frecuencia interacciones como esta: una pareja de estudiantes de cine sale de la Cineteca en dirección a Churubusco; llegan al cruce con avenida México y comen sus tacos favoritos, “Los chupas”, justo debajo de Circuito Interior, donde hay otros puestos fijos de helados, tortas y bebidas. Se sientan en una mesa que comparten con una familia de tres, una pareja y un niño, que pasaron la tarde en el Centro de Coyoacán. Los estudiantes se desbordan en opiniones sobre la película. Por un momento todos sonríen y conviven como si fueran vecinos. Al terminar, la pareja se levanta y se despide con un típico “provechito”.
Frente a la arquitectura hostil en la CDMX, es responsabilidad de todos apropiarnos del espacio público, borrar los prejuicios que tenemos como sociedad y generar comunidades en instantes que quizá sean breves, pero que al repetirse logran integrarnos.