La carcasa de un autobús descansa a un costado del kilómetro 129 de la ruta nacional número 12, una carretera argentina que va de Buenos Aires al noreste persiguiendo el río Paraná. Dos enrejados, uno de entrada cubierto de flores y banderas y otro vacío, los separa del camino, hacia un lado, y del Paranácito, un estrecho brazo del delta de aquel largo río, hacia el otro.
“Entre el cielo y la tierra Gilda única y milagrosa” reza el primer cartel del santuario al que creyentes de todo el país acuden en busca de un milagro. Una pequeña casa blanca rodeada de velas, matrículas de autos, botellas y arreglos florales con un “GILDA” en mayúsculas impreso en el frente; un escenario; y, hacia el fondo, un autobús que permanece cubierto pero repleto de ofrendas y plegarias como recuerdo de aquel accidente completan el predio.
Siete de la tarde del 7 de septiembre de 1996. Un camión de una empresa brasileña impacta contra el autobús en el que Miriam Alejandra Bianchi, popularmente conocida como Gilda, va de camino a un espectáculo en Chajarí, Entre Ríos, provincia de la región mesopotámica argentina. La tragedia se lleva la vida del chofer, tres miembros de la banda, la misma artista, su madre y su hija. Para muchos, aunque sus restos hayan sido trasladados al Cementerio de la Chacarita, en la Capital Federal y a solo seis kilómetros del lugar en el que nació, el alma de Gilda permanece allí, en aquel santuario en el que todavía concede sus prodigios.
Su beatificación como santa pagana y popular es involuntaria, casi una prolongación de la cualidad mística y sobrenatural que signa su carrera. Varios son los milagros que se le atribuyen, desde curar enfermos a conceder éxitos materiales. La creencia tiene inicio en el relato de una pequeña niña que cura a su madre de una grave enfermedad reproduciendo su música. Con la posterior mediatización del caso, y el testimonio de otros fanáticos ―entre ellos Carlos Maza, fundador y protector del santuario, quien en la peor de las desesperanzas rezó a Gilda para que su hijo sobreviviera la extirpación de un tumor, y se cumplió―, el mito cobra fuerza para convertirse en parte del imaginario colectivo nacional.
El último gran acto en vida de Gilda, al que muchos conceden un simbolismo especial y disecan constantemente en busca de un mensaje oculto, es su última canción, “No es mi despedida”. Cuenta la leyenda que pocos días antes del accidente que le quitó la vida, Gilda cambió la letra del sencillo que, para muchos, se convirtió en un mensaje premonitorio: “Quisiera no decir adiós / pero debo marcharme / no llores, por favor, no llores / porque vas a matarme”. Las versiones más excéntricas de la historia incluso sostienen que el casete en el que esta había sido grabada fue encontrado a un costado de la carretera tras el accidente. Y así, con 35 años, seis años de carrera en la espalda y una fama de santa milagrosa, la artista se convirtió en parte del Panteón de los íconos populares.
Sin embargo, por fuera de sus proezas milagrosas, gran parte del impacto cultural de Gilda se desprende de la rebeldía, incisiva pero no explosiva, de haber roto con las expectativas para una mujer de su época y condición y lograr hacerse un lugar en una escena predominantemente masculina. Su historia de vida inicia en Villa Devoto, un típico barrio residencial de clase media en la ciudad de Buenos Aires. A los 16 años, tras la muerte de su padre, debe hacerse cargo de la familia y comienza a trabajar, primero como administrativa y luego como maestra de educación inicial. En 1981, se casa con el empresario Raúl Cagnin y tiene dos hijos, Mariel y Fabrizio. Dedica los siguientes nueve años de su vida a ser ama de casa.
Un anuncio en el periódico en busca de vocalistas sella su destino. Con la oposición de su familia y, especialmente, de su marido (quién posteriormente se divorciaría de ella por estas diferencias), Miriam se convierte en Gilda, como el personaje de la película protagonizada por Rita Hayworth, e inicia su carrera en una banda de música tropical. Su carisma y su talento, junto con la ayuda de Juan Carlos “Toti” Giménez, un vocalista y tecladista que luego se convertiría en su pareja, la llevan a iniciar su trayectoria como solista.
Las resistencias abundan: por un lado, el deber ser de una mujer de su escalafón social, con un destino abocado a cuidar a sus hijos y contentar a su marido; por el otro, un público y, especialmente, un ambiente musical acostumbrado a mujeres diseñadas para satisfacer la idea masculina de lo que una mujer deseable debe ser (i.e. rubia, voluptuosa y extremadamente sugerente). Gilda, santa milagrosa, ícono feminista y cantante de éxito. Un epitafio ecléctico para un “corazón valiente”.