En un estudio publicado en 2021, se constató que cada vez más personas evitan discutir en Internet. La gente parece estar harta de discutir con desconocidos en Internet y se apresura a bloquear al interlocutor o a abandonar la conversación. Es una actitud comprensible: las redes sociales se han convertido en un lugar lleno de negatividad, un medio para desahogar las frustraciones de los demás, y la gente parece haber encontrado mejores cosas que hacer que arremeter contra personas al azar. Pero puede ocurrir que las discusiones de este tipo no se produzcan entre desconocidos: puede ocurrir que un pariente lejano comente cada uno de tus posts, o que se discuta sobre las elecciones en el chat familiar. En estos casos, la reacción más inmediata es hacerse el muerto. De hecho, el estudio confirma que las personas suelen evitar los conflictos en línea con sus seres queridos porque temen arruinar la relación que tienen con ellos.
La tendencia a evitar los conflictos en Internet, según el estudio, parece haberse afianzado bastante. A menudo, no sólo confiamos poco en su poder de resolución, sino que pensamos que las posibles consecuencias de un enfrentamiento -en nosotros mismos y en nuestra relación con los demás- simplemente no merecen la pena. Esta forma de entender el conflicto no sólo tiene que ver con el carácter de algunas personas, que harían cualquier cosa por no pelearse con alguien, sino que puede denotar un rechazo social al conflicto. Aunque da la impresión de que vivimos en una sociedad cada vez más beligerante, en la que se han multiplicado las oportunidades de conflicto, a menudo los enfrentamientos se reprimen incluso antes de que empiecen. El problema, como escribe la activista Sarah Schulman en su ensayo “El conflicto no es el abuso”, es que tendemos -como señala el título- a confundir la dimensión del conflicto con la del abuso. Cuando discutimos con alguien en Internet, en lugar de intentar salir enriquecidos de esa confrontación, es más probable que nos sintamos atacados. A veces, a menudo malinterpretando las verdaderas intenciones del interlocutor, nos ponemos a la defensiva incluso antes de que comience la confrontación real, y como nos convencemos de que la otra persona tiene intenciones hostiles hacia nosotros, el instinto es castigarle: así le insultamos, le bloqueamos o le dejamos tirado dejando de responder repentinamente a sus comentarios e interrumpiendo bruscamente el discurso. Este mecanismo de conflicto-abuso-castigo, que ya es peligroso en nuestra vida cotidiana, tiene sus efectos más nocivos a nivel social.
Los “Lords” o las “Lady’s”, Black Lives Matter, Kanye West y un sinfín de otros ejemplos han demostrado lo fácil que es, una vez atrapado en la trituradora de la opinión pública, ir al lado equivocado sólo por ejercer la propia disidencia. De hecho, como también escribe el autor italiano Franco Palazzi en “La política de la ira”, se ha consolidado un patrón que equipara la ira de los oprimidos y la de los opresores, en el que el conflicto y la represión se ponen artificialmente al mismo nivel. Sin embargo, este rechazo al conflicto no tiene en cuenta que sin él, por ejemplo, las mujeres nunca habrían obtenido el derecho al voto y los afroamericanos la liberación de la esclavitud y el fin de la segregación racial. De hecho, la dialéctica que se desarrolla entre oprimidos y opresores nunca es igual, pero al convencernos de que el conflicto es una forma de abuso, nos engañamos a nosotros mismos de que ambas partes en el juego tienen la misma capacidad de infligir daño al otro. Así, una ventana rota por un manifestante puede parecer tan mala para algunos como un abuso de la policía. Cuando nos enfrentamos a un conflicto, tendemos a identificar primero a las víctimas y a los agresores de manera incontrovertible, de forma que en lugar de avanzar hacia su resolución o superación sólo acentuamos la percepción -a menudo falsa- de que estamos siendo maltratados.
Daniele Giglioli, profesor de Literatura Comparada en la Universidad de Bérgamo, escribió que la condición de víctima garantiza una especie de inmunidad: nadie se atreve a oponerse a lo que el crítico llama la “aristocracia del dolor“. El dolor es siempre incuestionable, sagrado, digno de todo respeto; así vemos constantemente a poderosos y políticos aferrarse a la retórica victimista para rehabilitar su posición moral: son víctimas de complots, insultos, burlas, juegos de poder. O bien este o aquel famoso acusado de un comportamiento discriminatorio alegará ser una “víctima de la cultura de la cancelación”. La víctima es pasiva por definición, es la que sufre el acto por parte de otra persona y, por tanto, no tiene ninguna responsabilidad sobre lo que le ocurre o lo que puede promulgar como resultado de su dolor. Schulman plantea un argumento similar: en el momento en que la identidad de víctima se esgrime como pantalla totalizadora, no hay posibilidad de redención, justicia o reparación, ni para las personas implicadas ni para la comunidad. Pero el conflicto es necesario para el cambio y debemos aceptarlo como parte ineludible de estar en una sociedad.
Hoy, sin embargo, la impresión es que se está desplazando a otros planos, el simbólico y el represivo. Por un lado, vemos interminables guerras culturales, en las que la gente se pelea durante semanas por el color de la piel de la Sirenita como si el destino de la civilización dependiera de ello. Por otro, vemos un ejercicio cada vez más vertical del poder represivo, en el que los gobiernos se vuelven más autoritarios y unos pocos imponen decisiones sobre la vida de millones de personas, como en el caso de la anulación del caso Roe contra Wade. En ambos casos, sin embargo, es difícil imaginar que estos modos de conflicto puedan provocar un cambio. El primero es un juego en el que se pierde, en el que sólo está en juego la ilusión de la hegemonía cultural; el segundo no admite la disidencia, o la reprime por la fuerza.
La paradoja del conflicto reside en que queremos evitar algo ineludible y, al hacerlo, nos privamos de su capacidad transformadora. Para que el conflicto sea una fuerza positiva, la prioridad es evitar la escalada, por ejemplo, evitando la creación de chivos expiatorios o la demonización de los agresores. Llamar al autor de la violencia “loco”, “monstruo”, “bestia” no sólo no resolverá el conflicto más amplio que ese único episodio de violencia arrastra tras de sí, sino que pronto cerrará la conversación. Una vez que el “villano” sea encarcelado, se pasará al siguiente caso. Es una dinámica que vemos jugar todo el tiempo en los casos de violencia de género o feminicidios, pero que también aplicamos a menudo en las discusiones: en lugar de tratar de entender la reacción de la otra persona, es más fácil pensar que es “mala”, alejándonos de la confrontación. Sin embargo, en el momento en que se excluye a una de las partes del conflicto, ya no es posible alcanzar una resolución y, por tanto, la justicia.
Una concepción generativa del conflicto presupone entonces que también cambiemos nuestra perspectiva sobre lo que significa la justicia. Nos inclinamos a pensar que se hace justicia en el momento en que vemos a alguien castigado por lo que ha cometido. Para muchos, más que el tribunal, es la prisión lo que les viene a la mente cuando piensan en la justicia retributiva. Pero, en realidad, el alejamiento del delincuente de la sociedad, que se suma a todos los problemas que el sistema penitenciario arrastra desde hace años, no resuelve el conflicto, sino que lo reproduce en un círculo vicioso de daño y sospecha exagerados. Según Schulman, este proceso se hizo irreversible cuando el poder de resolver los conflictos se confió a un organismo externo, en la mayoría de los casos la policía, desencadenando lo que el autor llama la “criminalización de la experiencia humana”.
Algunas comunidades han intentado alejarse de la lógica de equiparar conflicto y abuso adoptando modelos alternativos de justicia. En la década de 1970, Mark Yantzi y Dean E. Peachey, dos educadores de la prisión de menores de Kitchener (Ontario), propusieron un castigo diferente para dos adolescentes que habían cometido actos de vandalismo en la prisión. En lugar de enviarlos a un centro de detención de menores, los emparejaron con las veintidós familias cuyos hogares habían destrozado, iniciando así el movimiento de justicia reparadora. Esta idea de justicia tiene como objetivo la reparación del daño y la reconciliación entre las partes, más que el castigo y la eliminación. En el Reino Unido, los programas de justicia reparadora han permitido reducir en un 14% la reincidencia y el 62% de los delincuentes se consideran satisfechos con el proceso.
Sólo aceptando la presencia del conflicto en las dinámicas personales y sociales podemos aspirar a la reparación del daño y a la justicia. Sin embargo, esto nos pondrá necesariamente en una posición incómoda, en la que tendremos que aceptar que el dolor forma parte del conflicto, pero no es su única dimensión. En los conflictos también hay cambios, que son fundamentales para la vida.