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El Coronavirus y la condición humana: La Peste de Camus

La pandemia ha provocado que las ventas de La Peste de Albert Camus hayan aumentado considerablemente; en Francia y en otros países. ¿A qué se debe esto?

La obra

En enero de 1941, el escritor francés Albert Camus, de 28 años, comenzó a trabajar en una novela sobre un virus que se propaga incontroladamente de los animales a los seres humanos y que termina por destruir la mitad de la población de una ciudad moderna representativa. Se llamó La Peste/La Peste, finalmente publicada en 1947 y frecuentemente descrita como la mayor novela europea de la posguerra.

El libro -escrito en prosa inquietante- nos lleva a través de un catastrófico brote de una enfermedad contagiosa en la ciudad ligeramente ficticia de Orán, en la costa argelina, visto a través de los ojos del héroe de la novela, el doctor Rieux, una versión del propio Camus.  Al comienzo de la novela, reina un aire de espeluznante normalidad. “Orán es una ciudad ordinaria,” escribe Camus, “nada más que una prefectura francesa en la costa de Argelia. Los habitantes llevan vidas ocupadas, centradas en el dinero y desnaturalizadas; apenas notan que están vivos. Entonces, al ritmo de un thriller, el horror comienza. El Dr. Rieux se encuentra con una rata muerta. Luego otra y otra. Pronto la ciudad se ve invadida por la misteriosa muerte de miles de ratas, que salen de sus escondites en un aturdimiento, sueltan una gota de sangre de sus narices y expiran.  Los habitantes acusan a las autoridades de no actuar con la suficiente rapidez. Las ratas son eliminadas y la ciudad da un suspiro de alivio, pero el Dr. Rieux sospecha que este no es el final. Ha leído lo suficiente sobre la estructura de las plagas y las transmisiones de animales a humanos para saber que algo está en marcha.  Pronto una epidemia se apodera de Orán, la enfermedad se transmite de ciudadano a ciudadano, sembrando el pánico y el horror en todas las calles.

Camus no estaba escribiendo sobre una plaga en particular, ni tampoco era, como se ha sugerido a veces, un cuento metafórico sobre la reciente ocupación Nazi de Francia. Camus se sintió atraído por su tema porque, en su filosofía, todos – sin saberlo – ya estamos viviendo una plaga: es una enfermedad extendida, silenciosa e invisible que puede matar a cualquiera de nosotros en cualquier momento y destruir las vidas que creíamos sólidas. Los incidentes históricos reales que llamamos plagas no son más que concentraciones de una precondición universal, son instancias dramáticas de una regla perpetua: que somos vulnerables a ser exterminados al azar, por un bacilo, un accidente o las acciones de nuestros semejantes. Nuestra exposición a la plaga está en el corazón de la visión de Camus de que nuestras vidas están fundamentalmente al borde de lo que él llamó “lo absurdo”.

El reconocimiento adecuado de este absurdo no debería llevarnos a la desesperación pura y simple. Debería ser, bien entendido, el comienzo de una perspectiva tragi-cómica redentora. Como los habitantes de Orán antes de la peste, suponemos que se nos ha concedido la inmortalidad y con esta ingenuidad vienen comportamientos que Camus aborrecía: una dureza de corazón, una obsesión por el estatus, un rechazo de la alegría y la gratitud, una tendencia a moralizar y juzgar.

Peste o no, siempre hay -por así decirlo- la peste, si lo que queremos decir es una susceptibilidad a la muerte súbita, un evento que puede hacer que nuestras vidas instantáneamente carezcan de sentido. Y aún así los ciudadanos niegan su destino. Incluso cuando un cuarto de la ciudad está muriendo, siguen imaginando razones por las que el problema no les pasará a ellos. El libro no intenta asustarnos, porque el pánico sugiere una respuesta a una condición peligrosa, pero a corto plazo de la cual podemos eventualmente encontrar seguridad. Pero nunca puede haber seguridad, y es por eso por lo que para Camus necesitamos amar a nuestros compañeros humanos condenados y trabajar sin esperanza o desesperación para mejorar el sufrimiento. La vida es un hospicio, nunca un hospital.

En el momento más álgido de la plaga, cuando quinientas personas mueren a la semana, uno de los enemigos particulares de Camus en la novela aparece, un sacerdote católico llamado Paneloux. Da un sermón a la ciudad en la catedral de la plaza principal – y trata de explicar la plaga como el castigo de Dios por la depravación.

Pero el héroe de Camus, el Dr. Rieux, detesta este enfoque. La peste no es un castigo por nada que se merezca. Eso sería imaginar que el universo era moral o que tenía algún tipo de diseño. El Dr. Rieux ve morir a un niño inocente en su hospital y sabe que el sufrimiento se distribuye de forma totalmente aleatoria, no tiene sentido, no es una fuerza ética, es simplemente absurdo y eso es lo más amable que se puede decir de él.

El médico trabaja incansablemente contra la muerte, intenta disminuir el sufrimiento de los que le rodean. Pero no es un santo. En una de las líneas más centrales del libro, Camus escribe: “Todo esto no se trata de heroísmo. Se trata de la decencia. Puede parecer una idea ridícula, pero la única manera de luchar contra la plaga es con decencia”. Un personaje le pregunta a Rieux qué es la decencia. La respuesta del doctor Rieux es tan recortada como elocuente: “En general, no puedo decirlo, pero en mi caso sé que consiste en hacer mi trabajo”.

Camus nos habla en nuestros tiempos no porque fuera un vidente mágico que podía entender lo que los mejores epidemiólogos no podían, sino porque dimensionó correctamente la naturaleza humana y sabía de una vulnerabilidad fundamental y absurda en nosotros que normalmente no podemos soportar para recordar. En palabras de uno de sus personajes, Camus sabía, como nosotros no, que “cada uno tiene dentro de sí mismo esta plaga, porque nadie en el mundo, nadie, puede ser nunca inmune”.

La relevancia hoy en día

Por muchas razones, hay que ser precavidos con las analogías que se establezcan entre un relato de ficción como La peste y la pandemia de coronavirus que vivimos actualmente. Nadie debe esperar encontrar en esa novela, publicada en 1947, una especie de retrato de lo que se esta experimentando ahora en México que no es igual a lo que se vivió en China hasta hace unos días o a lo que se está viviendo actualmente en Italia y España.

Como se puede leer en sus Carnets (concretamente en una entrada del 17 de junio de 1947), Camus consideraba a La peste el inicio de su segunda etapa creadora: la de la revuelta o rebeldía. El autor quiere dejar atrás el ciclo del absurdo —representado por la novela El extranjero, la colección de ensayos El mito de Sísifo y dos obras de teatro: “Calígula” y “El malentendido”— y comenzar una nueva fase de su obra. Esta nueva etapa estaría representada básicamente por La peste y por un ambicioso ensayo histórico-político-filosófico, El hombre rebelde, que Camus publicaría en 1951. Cabe recordar aquí que el autor de El extranjero es identificado por mucha gente como un escritor “existencialista”, pero lo cierto es que para él esta postura ante la vida era una actitud natural frente a los horrores que implicó y provocó la Segunda Guerra Mundial. Esta actitud debía ser superada lo antes posible, pues no era para él más que una etapa de paso hacia lo que pronosticaba, ya desde entonces, serían sus mejores obras. Al respecto, me parece que tanto La peste como el El primer hombre, ese manuscrito inconcluso que llevaba consigo el día de su muerte y que sería publicado hasta 1994, no desmienten esa ambiciosa predicción.

Es importante recordar que para Camus la revuelta o rebeldía implicaba, sobre todo, no conformarse, no aceptar lo prevaleciente, auto exigirse permanentemente, hacer lo que se debe hacer tomando en cuenta tanto los fines como los medios y no mutilar al ser humano en nombre de ninguna ideología.

Ante esta situación tan extraordinaria, provocada por la más desasosegante de las amenazas, los hombres y las mujeres del mundo reaccionan de maneras peculiares. Desde quienes casi se regodean en anunciar una especie de fin del mundo hasta quienes niegan la evidencia y pretenden seguir sus vidas como si nada. El encierro obligado en casa crea unas condiciones que en nuestra vida cotidiana tratamos de evitar a toda costa. Principalmente, nos vemos aparentemente orillados a estar con nosotros mismos, pues se acabaron las “distracciones”, eso en lo que la vida moderna básicamente se ha convertido. Como lo sabía bien Blaise Pascal desde hace tres siglos y medio, si hay algo que el ser humano evita a toda costa es estar solo, estar consigo mismo en una habitación. Por supuesto, en el mundo de hoy ya nunca estamos solos en el sentido planteado por Pascal, ni sabemos estar placentera y tranquilamente en nuestras casas con nosotros mismos (como parece invitarnos a hacerlo este mismo autor en dicho Pensamiento), pues tenemos todo tipo de artilugios electrónicos a nuestra vera y estamos dispuestos a otorgarles toda nuestra atención al primer sonido que emitan.

El coronavirus nos ha llevado, a unos más a otros menos, a recluirnos en nuestras casas, pero si esto, como acabamos de ver, no tiene por qué llevarnos a recluirnos en nosotros mismos, sí lleva necesariamente a quienes no viven solos o solas a compartir más tiempo con sus respectivas familias. Si la primera es una prueba de fuego más aparente que real, la segunda no tiene sucedáneos. Me atrevo a decir que, si no sabemos estar con nosotros mismos, tampoco sabemos estar con nuestros familiares durante mucho tiempo —excepto en un contexto lleno de distracciones. Nuestros “seres queridos” pueden ser todo lo queridos que se quiera, pero la convivencia forzada, continua y prolongada revelará de qué está hecha la relación con ellos. Las parejas, las maternidades, las paternidades y las hermandades están a prueba y estarán a prueba en los días por venir. ¿Durante cuántas jornadas?

Esta incertidumbre sobre la duración de la pandemia que ahora enfrentamos es otro de los aspectos que contribuye a la desazón referida. En México, todavía no estamos encerrados a la fuerza, pero muy probablemente lo estemos dentro de poco. Y entonces nuestros miedos, nuestras inseguridades y nuestras incapacidades se potenciarán. Por lo pronto, ya surgieron manifestaciones de nuestra condición humana, demasiado humana. Pienso, por ejemplo, en las compras de pánico, en ofrecer productos “de ocasión”, en el saqueo de tiendas y en actitudes como, por ejemplo, la de quienes afirman con contundencia y desde una supuesta superioridad moral, que quienes no se han quedado en sus casas son inconscientes e irresponsables. Cuando se sigue recibiendo el cheque quincenal, trabajemos o no, hacer aseveraciones de esta índole es muy fácil. Por mi parte, creo que mientras no se emita una orden de las autoridades en el sentido de que nadie puede salir de su casa, no tengo nada que recriminar a los millones de mexicanas y mexicanos que siguen saliendo a la calle a ganarse el pan “de cada día”, literalmente.

Ahora bien, así como he visto y escuchado manifestaciones como las aludidas en el párrafo anterior, también he visto y escuchado en estos días manifestaciones que muestran la otra cara de la condición humana. Quizás la enseñanza más grande que nos deja La peste está en la última página del libro: en el hombre hay más cosas que admirar que cosas que despreciar. Una variante, por cierto, de algo que Joseph Conrad había expresado varias décadas antes en Acerca de la pérdida del Titanic: “En casos extremos, incluso en el peor de los casos, la mayor parte de la gente, incluyendo a la gente común, se comportará decentemente.”

Se puede leer en la obra de Camus que el mundo no tiene un sentido superior, pero que hay “algo” en él que lo dota de sentido: el hombre. Es el ser humano el que proporciona al mundo verdad y razones para oponerse al destino, sea cual sea. Y este mundo, escribe Camus en dichas páginas, no tiene otras razones para existir que el hombre mismo y, por tanto, es al ser humano al que debemos salvar si queremos salvar la idea que tenemos de la vida. Una salvación que, en buena lógica, no tiene nada que ver con un ser superior, sino básicamente con dos imperativos: no mutilar al hombre, a ningún ser humano, y darle una oportunidad a la justicia, que solo puede ser concebida —y, por ende, construida— por el ser humano.

Lo anterior le puede parecer un moralismo ingenuo a más de un lector. En cualquier caso, si Albert Camus ocupa el lugar que ocupa en las letras, en la conciencia del siglo XX y en el imaginario del siglo XXI es en buena medida por su condición de moralista. Respecto a la supuesta ingenuidad camusiana, me parece que el final de La peste tiene poco de optimista. La peste está, de una u otra manera, en todos y cada uno nosotros. Véase, por ejemplo, el famoso pasaje de la cuarta parte del libro sobre el esfuerzo permanente por nunca distraerse. En ese diálogo entre Rieux y Tarrou, éste expresa lo siguiente: “Lo que es natural es el microbio. El resto, la salud, la integridad, la pureza si usted quiere, es un efecto de la voluntad y de una voluntad que nunca debe tener descanso. El hombre honesto, el que no infecta casi a nadie, es el que tiene la menor distracción posible”.