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No podemos pasar los días solo trabajando, hay mucho más que hacer en la vida

En los últimos años hemos cambiado la forma de ver e imaginar el trabajo. El mito del joven dedicado en cuerpo y alma a su carrera parece haberse debilitado, debido sobre todo a la ruptura del ascensor social, ese mecanismo que permite a las personas mejorar sus condiciones de vida mediante el estudio, el compromiso y el trabajo. Si es cierto, como reveló un estudio del Pew Research Center, que el 70% de los adultos cree que sus hijos vivirán en peores condiciones económicas que ellos (con picos superiores al 75% en Japón, Francia e Italia), está claro que falta uno de los elementos más importantes que impulsaban a las personas a comprometerse con una carrera. A ello se suma la creciente competencia en diversos sectores de la economía, que requieren una especialización y unas competencias mucho mayores que en el pasado, lo que hace que los entornos de trabajo sean aún más ansiosos y desafiantes que antes. La situación de profunda inestabilidad mundial en la que nos encontramos ha agravado aún más este panorama, empujando a los trabajadores a cuestionarse su vida. Así, el fenómeno de la dimisión masiva (o “Gran Dimisión”, como lo denominó el profesor Anthony Klotz, del University College de Londres, estableciendo un paralelismo con la Gran Recesión de 1929) se ha impuesto, con un número cada vez mayor de personas que abandonan sus puestos de trabajo. Entre las razones más citadas por los que han renunciado está la incapacidad de lograr un equilibrio entre la vida laboral y la personal. En esencia, cada vez más personas se dan cuenta de que una carrera no es ni puede ser todo en la vida.

La sociedad industrial, primero, y la sociedad postindustrial, después, se han caracterizado por la reducción de la vida humana a la dimensión laboral. La prueba de este hecho es que la carrera profesional es el primer (si no el único) vector de identidad para la mayoría de las personas. Cuando nos presentamos, solemos anteponer nuestra carrera a todo lo demás. Somos abogados antes que cinéfilos. Somos empleados de oficina antes que montañistas. Somos agentes de ventas antes que padres o hermanos. Las principales teorías políticas (nacidas en la era industrial y, por tanto, fuertemente influenciadas por su propia contingencia histórica y económica) han dado fuerza a este elemento. Como explicó el sociólogo alemán Max Weber, la ética protestante que subyace al “espíritu” del capitalismo tiene su origen en el cristianismo calvinista. Según esta doctrina, los creyentes pueden encontrar evidencia de su salvación a través del éxito que logran en sus vidas. Si uno consigue acumular una gran riqueza o tener un trabajo estable y bien remunerado, significa que probablemente es un favorito de Dios. Enriquecerse y hacer negocios se convierte así en una “misión divina”, una prueba de predestinación, que eleva el trabajo en sí mismo (incluso antes que las buenas acciones) a un pasaporte privilegiado para la vida eterna.

En el otro lado del espectro político, la cultura socialista también otorgó una centralidad absoluta al trabajo. De hecho, en la doctrina marxista clásica, las personas se definen ante todo por su clase social y, por tanto, por su trabajo. Un obrero es ante todo un miembro del proletariado, un empresario es ante todo un burgués, con intereses específicos y una forma particular de ver el mundo. La división de la sociedad en clases y el choque resultante son el verdadero motor de la historia, la lente a través de la cual deben leerse todos los grandes cambios históricos. Aunque el objetivo último del comunismo sigue siendo el de lograr una “sociedad sin clases”, en la que el trabajo tal y como lo entendemos hoy quedaría superado, de hecho todos los intentos de adoptar formas más o menos variadas de socialismo a la realidad (desde las socialdemocracias escandinavas hasta la Unión Soviética o la China comunista) no han podido hacer otra cosa que elevar el trabajo y el crecimiento económico a la categoría de elemento principal de su acción política.

Históricamente, la importancia concedida al trabajo ha desempeñado un papel indispensable en el progreso económico y social de la sociedad mundial. Sobre todo, ha permitido la emancipación de miles de millones de personas, antes encerradas en mundos cerrados sin la menor posibilidad de ascenso social. El que nació noble, moriría noble. El que nació campesino, moriría campesino. El énfasis en el trabajo, a pesar de todo, ha hecho que muchas personas hayan podido cambiar -en varios casos para bien- sus vidas, y esto es un hecho indiscutiblemente positivo. Sin embargo, por otro lado, esta cultura del trabajo también ha traído consigo numerosas distorsiones, que quizás sólo ahora están empezando a formar parte de la conciencia colectiva.

Una de las críticas más duras y completas a la reducción de la vida al trabajo fue la de Hannah Arendt. Como escribe el filósofo alemán en Vita activa, la condición humana tiene que ver con tres aspectos fundamentales: el trabajo, que corresponde al simple desarrollo biológico del cuerpo humano; el funcionamiento, y por tanto la creación artificial de algo que excede y trasciende los límites de la vida individual, como el arte; y finalmente la acción, que significa iniciar algo nuevo en relación con otras personas, y que está estrechamente vinculada a la política. Para Arendt, la sociedad de masas está formada por consumidores/productores y está dominada por el trabajo, que suplanta el operar y el actuar, reduciendo drásticamente la pluralidad de la esencia humana. Por lo tanto, todo lo que hacemos lo hacemos sólo para ganarnos la vida. No se tolera ningún otro propósito. Así, el arte, ejemplo por excelencia de “obra”, no se reconoce como una esfera autónoma de la existencia humana, sino que se somete a la lógica del mercado. Del mismo modo, la política -servicio al bien común- se convierte en una profesión posible entre muchas y no en una misión a la que todo ciudadano de una democracia se siente llamado. Fundar una asociación o hacer voluntariado hoy en día no es una forma de actuar en el mundo, sino de mejorar el currículum ante los responsables de recursos humanos. Toda nuestra vida, desde que empezamos a ir a la escuela hasta que nos jubilamos, está por tanto orientada a mejorar nuestra posición en un marco global de crecimiento económico del país al que pertenecemos. El hecho de que todo esto parezca una perogrullada es precisamente una demostración de lo arraigadas que están estas verdades: hacer algo fuera del camino de tener una carrera, ganar dinero y pensar en uno mismo parece haberse convertido en algo casi inconcebible. Y así hemos perdido una parte fundamental de lo que constituye nuestra experiencia.

El proceso de aplanamiento de la vida al trabajo no es, de hecho, sin consecuencias. Como escribe Arendt en el mismo texto: “El peligro es que una sociedad así, deslumbrada por la abundancia de su creciente fecundidad y absorbida en el pleno funcionamiento de un proceso interminable, ya no sea capaz de reconocer su propia futilidad, la futilidad de una vida que no se fija o realiza en algún objeto permanente que perdura incluso después de que el esfuerzo requerido para producirla haya pasado”. La filosofía de Arendt nos permite así tomar conciencia de una verdad incómoda: salvo en algunos casos, la carrera profesional que hemos idealizado cada vez más en las últimas décadas no basta para llenar de sentido y significado la vida de las personas. Se necesita algo más, que vaya más allá de levantarse cinco días a la semana para ir a la oficina, llevar el sueldo a casa y contribuir al crecimiento de una empresa. Ahora muchos trabajadores de todo el mundo se están dando cuenta al mismo tiempo.

Como escribió Jonathan Malesic en el New York Times, ha llegado el momento de imaginar una alternativa al modelo tradicional de trabajo, afirmando la dignidad y el valor de las personas independientemente de su carrera. Para ello, hay que hacer propuestas concretas para construir una sociedad que permita a cada uno construir su propia identidad, que va más allá del trabajo. Entre las propuestas que más se están debatiendo a nivel mundial está la de implantar una renta básica universal y un salario mínimo más alto, la reducción de los turnos de trabajo y la reducción de la semana laboral con salario íntegro. El principio básico es aparentemente sencillo: trabajar menos, trabajar todos, teniendo así mejores condiciones para mejorar la productividad (y evitar así una desaceleración económica), dejando al mismo tiempo más espacio para la vida personal. Se trata de una propuesta que también ha llegado a Italia y que fue presentada por la Alianza de los Verdes y la Izquierda, el Movimiento 5 Estrellas y la Unión Popular en las últimas elecciones políticas. Hay casos muy interesantes en este sentido, como el experimento de Microsoft Japón, que redujo la semana laboral a cuatro días y aumentó la productividad en un 40%.

Sin embargo, la extensión de esta medida al conjunto de la sociedad es compleja. Por eso es importante actuar paso a paso, a ser posible sin olvidar a nadie y en diálogo con los distintos actores e interlocutores sociales. También es esencial invertir más en innovación, para mejorar las condiciones de trabajo y la eficiencia por el mismo número de horas trabajadas. Además, una mayor inversión en este campo permite construir una economía más moderna con sectores de alto valor añadido. Los que han probado la semana laboral de cuatro días hasta ahora (especialmente en los sectores relacionados con la economía del conocimiento) han encontrado de hecho muy buenos resultados. Así lo ha hecho, por ejemplo, Microsoft en Japón, que también ha incrementado la productividad en un 40% de esta forma; y del mismo modo, más de 70 empresas en el Reino Unido están haciendo lo mismo, durante un periodo de prueba experimental de seis meses. Hasta ahora, los resultados dicen que en casi todos los casos la productividad se mantiene igual o incluso mejora, lo que demuestra que la mejora de las condiciones de trabajo afecta significativamente a la calidad del propio trabajo.

Pero lo más importante sería deshacerse de ciertos prejuicios culturales, es decir, la idea de que hay que matarse a trabajar para ser considerado por la sociedad y “valer algo”, una creencia especialmente extendida entre los sectores más conservadores del país. Esta “cultura del sacrificio” totalmente distorsionada es tan perjudicial como extendida en los entornos laborales. En cambio, es necesario afirmar y hacer valer el principio de que no tenemos que “ser” nuestro trabajo, sino simplemente hacerlo, de la mejor manera y en las mejores condiciones posibles. Esto no significa menospreciar el valor del trabajo, sino al contrario, luchar para que sea cada vez más de calidad y al servicio de las personas. No al revés.