Medir el éxito económico es, en teoría, sencillo. Si crece el Producto Interno Bruto (PIB), si la inflación se mantiene baja y el mercado laboral es fuerte. Aún más exitosa es la economía que logra incrementar su productividad y su ingreso per cápita, así como aquella que reduce la pobreza o la desigualdad. Este fue el éxito prometido a los latinoamericanos a principios de siglo, y, durante un tiempo, la visión galvanizó a distintos países. Hay que trabajar duro, dijeron los gobernantes, pero habrá frutos para cosechar.
El auge de las materias primas que empezó en 2003 y duró diez años ayudó a reducir la pobreza y la desigualdad. Millones de personas accedieron por primera vez a una vida de clase media y soñaron con un futuro aún mejor para sus hijos. Confiaron en que sus Gobiernos estaban invirtiendo bien los réditos, pero sufrieron una decepción cuando los precios de las exportaciones bajaron en los mercados globales. Por si fuera poco, estallaron escándalos de corrupción que desprestigiaron a la clase política y a los partidos a un grado que hoy se siente irreparable.
Por esto, y por razones particulares a cada país, Latinoamérica busca su propia definición de éxito económico. ¿De qué sirve que crezca el PIB si las escuelas se caen a pedazos? ¿A quién beneficia un mercado laboral fuerte si desplazarse hasta el lugar de trabajo es inseguro? ¿Por qué se sigue dependiendo de los recursos naturales para generar riqueza? Toman forma de preguntas, pero son exigencias y están alimentando las protestas sociales vistas en los últimos tres años en diferentes partes de la región.
La muestra de hartazgo más reciente, y quizás la más emblemática, es la de Perú. En la superficie, el choque es político. Miles de peruanos salieron a protestar en apoyo al expresidente Pedro Castillo, quien fue arrestado el 7 de diciembre tras un intento fallido de autogolpe de Estado. Pero la sustancia de las protestas es fundamentalmente económica. Los manifestantes, muchos de ellos de origen indígena y residentes en áreas rurales, piden ser representados en el Congreso, exigen que sus hijos tengan acceso a educación de la misma calidad que las clases altas y quieren un trabajo formal, bien pagado, sin tener que mudarse a la capital, Lima.
En la narrativa de las últimas décadas, no hay éxito económico más celebrado que el peruano. El país redujo la pobreza y la desigualdad más que ninguno de sus pares entre 2003 y 2017. Quienes estudian el caso aseguran que el logro se debe, en gran parte, a la separación “en dos vías” del manejo de la economía con el de la política. Juzgando por la crisis política casi permanente del país, es posible que este modelo haya caducado. Perú ha tenido seis presidentes en cuatro años y desde que empezó este milenio, casi todos han terminado presos, fugitivos o salpicados por escándalos de corrupción. Hoy, los peruanos inconformes piden la convergencia de las dos vías, de manera que sus representantes políticos velen por sus intereses económicos.
Otros nueve países de la región fueron sacudidos por el mismo escándalo de corrupción al igual que Perú: el caso de la constructora brasileña Odebrecht. El esquema, considerado el más grande y extenso en la historia de las corporaciones a escala mundial, duró 30 años e involucró el pago ilegal de dádivas a funcionarios en Latinoamérica a cambio de contratos públicos. Este y otros casos de corrupción han desgastado a las clases políticas y erosionado la confianza en los Gobiernos, los mismos que buscan cautivar a sus ciudadanos con promesas traducidas en PIB y en cifras de inversión extranjera directa.
El impresionante crecimiento que vivió Perú entre 2003 y 2017 no generó buenas oportunidades para aquellos que viven en el campo, explicaba recientemente en una conversación el economista peruano Luis Alberto Arias, quien fue funcionario del Banco Central en su país y hoy es académico en un par de universidades. “Reducir la pobreza es el gran reto que tenemos porque si no va a persistir la inestabilidad social y va a persistir el riesgo de caer en un gobierno radical”, dijo. En los últimos tres años, analistas y candidatos a puestos públicos me han dicho versiones distintas del mismo mensaje: es la gobernabilidad la que está en riesgo.
Lo vimos en Chile, en 2019, cuando una revolución ciudadana llevó al proceso constitucional más ambicioso de los últimos tiempos. Lo vimos en Ecuador, en 2019 y este año, cuando miles de personas se enfrentaron a una violenta represión al exigir una economía más incluyente. Lo vimos el año pasado en Colombia, cuando el Gobierno propuso subir impuestos a una clase media con un poder adquisitivo ya limitado. Ahí, las protestas se extendieron durante meses, paralizaron sectores enteros de la economía y llevaron a un paro nacional. (Lo mismo sucede en China, por cierto, en donde el Gobierno prometió movilidad social a cambio de ciertas libertades, un acuerdo que hoy se resquebraja).
En 2023, a menos que las condiciones globales cambien, Latinoamérica enfrentará una desaceleración económica. Esto apretará las finanzas públicas y los Gobiernos tendrán que maniobrar para atender las exigencias económicas de sus países. Más de 200 millones de personas, es decir, 32% de la población total de la región, viven en situación de pobreza, de acuerdo con la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal). De estos, 82 millones viven en pobreza extrema. Mientras tanto, de acuerdo con el World Inequality Report 2022, el 10% de los latinoamericanos más ricos captan el 55% del ingreso de sus países.
Este es un momento extraordinario para América Latina en el que los Gobiernos que no escuchen las exigencias sociales deben esperar una reacción. Es un momento en que la promesa económica clásica no cabe en el imaginario.